Existen profesiones tan antiguas que han protocolarizado hasta el más mínimo detalle. No es precisamente el caso de algunos de los empleos clave del siglo XXI, los programadores, desarrolladores y testers, que empiezan a estar altamente valorados por la mayoría de empresas. Y es que a día de hoy cualquier negocio tiene una página web de la que depende una gran parte de sus ingresos.
Hasta ahora el mundo de la programación y desarrollo de código, dependía del criterio de cada trabajador, incluso de estados de lucidez o depresión. Según muchos managers o jefes de proyecto, podrían existir dos tipos de profesionales: los buenos, que hacen las cosas rápido y sin poner pegas, y los malos, que tardan demasiado tiempo o que tienen ideas raras en la cabeza. Nadie se paraba a analizar, o al menos no hasta que tenían que “refactorizar” un código, que quizás el bueno había escrito funciones tan aberrantes o brillantes dentro de su complejidad psicodélica, que el tiempo invertido en ‘’tocar’’ alguna función sin que dejase de funcionar otra, iba a resultar ser lo más caro de todo. Parece que las empresas estén dispuestas a asumirlo. Humildemente opino, no tienen por qué.